miércoles, 2 de noviembre de 2011

HISTORIAS DE MIEDO

Hace mucho tiempo, cuando yo era pequeña, en los pueblos de Castilla, Galicia y otras zonas del norte de España, cuando llegaba el mes de noviembre se celebraba la fiesta de las ánimas.
La noche del 1 de noviembre, día de todos los santos, la chiquillería preparaba sus armas para una noche de sustos y bromas. Los más afortunados disponían de calabazas que, previamente vaciadas, se convertían en unas cabezas terroríficas sobre todo cuando se les colocaba dentro una vela cuya luz titilaba detrás de unos ojos y boca recortados en la cáscara.
Los que no disponíamos de calabazas, buscábamos por  casa las cajas de zapatos y galletas que con mucha maña y arte transformábamos en calaveras de cartón.
Pertrechados y ocultos tras las sábanas sustraídas del baúl, sin que nuestras madres se enteraran, recorríamos las calles, ya oscuras de por sí, haciendo un desfile de velas y proporcionando sustos y sobresaltos a los pocos viandantes que nos encontrábamos.
Luego en la casa de alguna vecina especialmente quisquillosa, colocábamos la calabaza iluminada y llamábamos a la puerta con golpes huecos y espectrales.
La desbandada era total cuando, ante los golpes, la vecina salía  a la puerta y, gritando, nos lanzaba amenazas a cual más terrible. La peor de todas era que nos había reconocido y que nuestros padres se enterarían de tamaña gamberrada.
Cuando todo volvía a la calma, recogíamos entre risas y susurros los  restos de la calabaza que, en lugar de nuestros traseros, había recibido una patada certera que desmontaba todo el tinglado de su interior.
Y seguíamos nuestra macabra y divertida procesión  hasta encontrar un nuevo destino para nuestras bromas nocturnas.

Todo esto ocurría cuando América era sólo un continente que había descubierto Colón, mucho antes de que los españoles perdiéramos la memoria  y nos convirtiéramos en ese pueblo moderno y globalizado que celebra la fiesta de Hallowen y, sin ningún sentido del ridículo, dice “truco o trato”.