PEQUEÑAS
BATALLAS
Hay gente que
se implica en grandes guerras y andan a la greña luchando por conseguir metas importantes y de
gran trascendencia. Lo mío sin embargo son las batallas pequeñas, esas que
aparentemente a nadie importan y que por eso todos dan por perdidas.
Normalmente
tengo varias que peleo simultáneamente o según
se va presentando la ocasión. La que me lleva más esfuerzo, hasta el
punto de darme por vencida a veces, es la batalla del agua.
Me explico,
vivo en Madrid donde el agua del grifo goza de una calidad inmejorable y sin
embargo en la mayoría de los locales de restauración han decidido por
unanimidad que debemos beber agua embotellada. Pero no ocurre sólo en Madrid
sino en el resto de la geografía española, desde localidades de la sierra más
agreste donde disponen de un agua cristalina, hasta pueblos de la costa donde
el agua es infame. En todos sin
distinción y salvando honrosas excepciones han decidido eliminar el agua del
grifo y poner a disposición del cliente agua mineral embotellada tanto si te
gusta como si no.
No es que yo
esté muy viajada, apenas conozco algunas capitales europeas, pero creo que este
fenómeno sólo se da en nuestro país y que es una muestra más del papanatismo
que nos invade. Tu pides agua “natural” y en cualquier restaurante de París te
traerán un recipiente con más o menos estilo, lleno de agua del grifo y lo harán
con naturalidad sin mirarte con conmiseración o perdonándote la vida. Desde
luego en ningún caso se negarán o te darán respuestas dignas de una película
surrealista.
Digo lo de las
respuestas porque en mi particular lucha por conseguir beber el agua del grifo
he recibido contestaciones de lo más peregrinas. En algunos sitios no pueden
ponerte lo que pides porque no tienen jarra, deduzco que las jarras son
recipientes plebeyos de poco gusto que no quedan bien en los locales de moda.
Si insistes consienten en traerte un vaso con lo que te obligan a repetir la
jugada cada vez que lo terminas o a racionar el agua durante el tiempo que dure
la comida.
En otro
restaurante, el camarero que se acerca a las mesas ofreciendo generosamente
agua embotellada, cuando le pido agua del grifo, me responde que no tiene.
Rechazo el agua embotellada y me quedo perpleja, ¿no tienen grifo? ¿no tienen
agua?, y por más que reflexiono en las posibles razones de este comportamiento
sigo sin comprenderlas. No puede ser un motivo económico, en una cena en la que
vas a gastarte una media de 200€ no puede importarles que no consumas una
botella de agua mineral que, salvando las marcas de culto, suele ser aún
barata. Tampoco puede ser un motivo estético, el agua puede servirse en
botellas, jarras, vasos y dependerá de la cristalería del local el que quede
más o menos vistoso el servicio de mesa.
Pudiera ser que, en determinados lugares donde se ha puesto de moda el ofrecer carta de agua igual que se ofrecía tradicionalmente la carta de vinos, quisieran potenciar el
consumo de estas bebidas. Sin embargo no parece razón suficiente porque incluso
en lugares de consumo tradicional de vino no se niegan a ponerte un refresco si
decides disfrutar de la comida acompañándola con cola o con una tónica, que para gustos
están los colores.
No voy a entrar
a explicar lo que pienso de las catas de agua mineral, simplemente diré que
cuando era pequeña al agua mineral se le decía “agua gorda” y su principal
característica era que a diferencia de la definición de mi enciclopedia que
decía que el agua era incolora, inodora e insípida, tenía sabor, era
ligeramente turbia y a veces olía. En cualquier caso mi batalla no es contra el
agua mineral ya que cada uno puede disfrutar con los sabores que más le
plazcan sino con el empeño de nuestros
restauradores en que todos bebamos agua embotellada sea cual sea la calidad del
agua del grifo o nuestros gustos personales.
Creo que me he
explicado bien y para terminar os dejaré una perla que un camarero me dio en un
restaurante del centro de Coruña. En una cena
al pedir agua del grifo nos respondió que no era posible porque no era potable, la verdad
es que estuve torpe y me ganó la batalla en toda regla porque ni llamé con
urgencia a sanidad para que cerraran inmediatamente el local ni pregunté si los
centollos que comíamos en ese instante los habrían hervido con agua de vichí.
Me consuela pensar que perder alguna batalla no es decisivo para determinar el resultado de la guerra.